Santilli, Michetti y Macri comen choripán junto con otros militantes y funcionarios de cambiemos.

Por el Chori y la Coca

La manifestación realizada el pasado primero de abril, en Plaza de Mayo y en distintos puntos del país, volvió a poner de relieve la eficacia de ciertos imaginarios sociales que circulan en la sociedad y que, sorprendentemente aún en el S.XXI, siguen teniendo vigencia.

La marcha “por la democracia” llevada a cabo el sábado 1 de Abril de 2017 contó con varios elementos destacables. El primero fue la remarcación por parte de los asistentes a la misma, los medios de comunicación y el propio presidente de la nación acerca de que nadie había sido llevado ahí “por el chori y la coca” (sic).

Hacer referencia al choripán como “motor” para atraer a la gente a movilizaciones populares apela a un imaginario clasista que considera que las masas sólo pueden movilizarse por un premio (simbólico o material) y no por sus propias convicciones. Esta subestimación fue remarcada por la repetición constante de esta hipótesis durante la marcha del 1A. Podríamos pensar que esta afirmación denota un claro sesgo sociocultural de las personas que asistieron a la misma y la reproducción de un discurso antiperonista que asocia a los sectores populares (históricamente vinculados a esa corriente política) con el clientelismo (“vinieron por el choripán”, “vinieron porque les pagaron $200”). En este sentido no está de más mencionar que el PRO y Cambiemos tienen diversas alianzas con sectores vinculados al peronismo.

El mismo día de la movilización, Mauricio Macri expresó su regocijo por lo sucedido esa tarde y resaltó en un video compartido en sus redes sociales que todo lo sucedido esa tarde: “Lo expresamos de corazón, espontáneamente, sin que haya habido colectivos ni choripán».

Según el diario La Nación: “En la marcha no se vio acarreo de gente, ni aparatos partidarios, sólo hubo banderas argentinas, familias, una concurrencia heterogénea, con predominio de clase media y de todas las edades, con carteles y ningún micro estacionado en las inmediaciones.” Más allá de que haya fotos que demuestran la presencia de transportes colectivos para la movilización de personas que asistieron al evento, la reivindicación de conceptos como “familias de clase media”, “gente común” y “ciudadanos” entró en contraposición con los términos “militantes” y “organizaciones sociales” que el mismo diario había utilizado para catalogar otros sucesos masivos ocurridos durante los primeros meses de este año, como la marcha federal docente, el paro nacional de mujeres y la marcha del 24 de marzo.

En la construcción del discurso “ciudadano” no es lo mismo que “militante” ni que “persona con banderas políticas”, y claramente “marcha por la democracia” no es lo mismo que “movilización partidaria”.

Catalogar de “golpista” a cualquier crítica u opositor con posibilidades electorales empezó a tomar protagonismo en el discurso PRO, tal vez ahora cauteloso, a raíz de las masivas movilizaciones de reclamo que se desenvolvieron durante los últimos meses en nuestro país y por la presión social que viene surgiendo a partir de sus políticas económicas neoliberales de ajuste.

Pensar la legitimación o deslegitimación de una protesta en esos ejes plantea un falso dilema (espontáneos vs. llevados por el choripán) que nos retrotrae a una discusión sobre el clientelismo mediante la cual las clases dominantes estigmatizan a todos aquellos que no piensan como ellos, reduciendo la disidencia al siguiente razonamiento: “si apoyan un proyecto distinto del mío, están comprados” ya sea por comida o por dinero.

Resaltar constantemente la ausencia de banderas políticas (como si la política fuera una mala palabra) y apelar al imaginario del choripán reproduce la antinomia “civilización y barbarie” creada por el padre del aula, Domingo Faustino Sarmiento, hace más de cien años y nos lleva a pensar que luego de siglos de historia, esta antinomia se sigue reproduciendo con el mismo nivel de efectividad. La barbarie populista se opone entonces así a la civilización de la clase media, que con pleno uso de sus facultades, decide apoyar a un gobierno “espontáneamente” (sin tener en cuenta cuestiones tan relevantes como la ideología, la falsa conciencia de clase y la cooptación ideológica).

En este mismo sentido operan los comentarios sobre manifestantes que reclaman por sus derechos en la vía pública. Frases como: “vagos, vayan a laburar” son frecuentes de oír, sin tener en cuenta el derecho a huelga ni la legitimidad de origen de la protesta, que muchas veces, y sobre todo en un contexto donde abunda el desempleo y la precarización laboral, surge a raíz de un despido injustificado.

Así como en la década pasada hubo un resurgimiento de la política como herramienta de transformación, pareciera que actualmente asistimos a la descalificación de la misma como algo que hay que evitar. Los gurúes de los focus group la catalogan como algo sucio, sinónimo de corrupción, es mejor ser un “ciudadano común” sin banderas políticas “espontáneo” limpio e impoluto que lucha por el “bien” del país que un militante politizado (“ningún fanatismo es bueno” suelen decir, como si el compromiso político y social se asemejara a la fidelidad a un club de fútbol).

En relación al 1A Pablo Semán planteó en Revista Anfibia: «Hemos tenido una acción colectiva contra la acción colectiva. Contra el sindicalismo, contra las manifestaciones de los excluidos, contra la acción política que no sea exclusivamente electoral (y para algunos, in pectore, hasta contra las elecciones mismas). Es el punto cúlmine de un desarrollo individualista en el que se mezclan corrientes que van desde el liberalismo clásico al anarquismo de clase media -que es el neoliberalismo- y abarca también inflexiones hedonistas y espirituales contemporáneas”.

La subestimación y la reducción de disidencias políticas al clientelismo o a la corrupción son simplificaciones que no suman en el debate político y que atrasan por lo menos cuarenta años. El gobierno de Mauricio Macri lo tiene clarísimo y hace uso y abuso de este imaginario. 

En una conferencia en Estado Unidos, el actual Presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, afirmó que cuando estaba en campaña previo a su primer debate televisivo, el coach del PRO, Jaime Durán Barba le aconsejó: “no propongas nada, la gente no está particularmente preocupada por esas cosas, así que no pierdas tu tiempo, eso no es relevante para la gente, así que por favor, olvídate de proponer algo (…) no expliques nada, cuando seas gobierno hacé lo que quieras (..) Solamente decí que están mintiendo con los números de inflación, o decí cualquier cosa, hablá de tus hijos, no importa” (sic). 

En esta misma línea, Guillermo Riera, Subsecretario de Vínculo Ciudadano y encargado de las redes sociales del gobierno, expresó en una jornada organizada por la Asociación de Marketing Directo e Interactivo de Argentina (AMDIA) que la piedra angular de la comunicación política es “no decir mucho” y “escuchar lo que la gente tiene para decir de sí misma” pero en el caso de tener que enunciar algunas cuestiones, hay que “decir lo que la gente quiere escuchar” (sic). Asimismo destacó la importancia de generar una comunicación customizada, como si el elector fuera un cliente, y la gestión de gobierno una gran agencia de marketing que adapta y personaliza el discurso según las preferencias personales de los usuarios. 

Dejar la política en segundo plano es darles por ganada la batalla. La aparente desideologización es la acción más ideológica de todas. En tiempos de coaching, sonrisas impostadas y discursos aparentemente vacíos (¡Si se puede!) podemos afirmar fehacientemente que no hay nada más político que un apolítico.

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